El Papa Francisco Hamuelt. La partida, la partida que es partida, el participante de las abruptitudes, los amantes de las abruptitudes, el pero que quedó debiendo.
En febrero de 2016, cuando Jorge Mario Bergoglio visitó México por primera y única vez como líder de la Iglesia católica, el país ya se encontraba sumido en una profunda crisis de violencia, corrupción e impunidad. La desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa aún dejaba una herida sin cicatrizar; sin embargo, no pronunció la palabra “desaparecidos”. Tampoco accedió a reunirse con sus familiares a pesar de las solicitudes explícitas y la expectativa que generaba su visita.
La Iglesia, como ha sido su costumbre histórica, optó por lo simbólico, por las oraciones, los gestos cuidadosos y los discursos generales. El pontífice argentino prefirió hablar de esperanza, pero evitó incomodar al poder político de entonces, liderado por Enrique Peña Nieto, cuyo gobierno se encargó de “negociar” los silencios de la Santa Sede. Documentos de Proceso revelan que hubo presión del gobierno mexicano para que Francisco no se reuniera con las víctimas de Ayotzinapa. La interpretación del papado se centró en hacer lo que convenía, eligiendo así una postura diplomática.
Años más tarde, en 2022, durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, Francisco alzó la voz tras el asesinato de los jesuitas Javier Badillo y Joaquín, generando la impresión de profundidad en sus palabras. Este mismo Papa, que evitó señalar directamente a los responsables en su ocasión, ahora lanzaba llamados fervientes al cambio y a la justicia.

El presidente López Obrador no tardó en responder. Cuando varios sacerdotes y comunidades jesuitas cuestionaron su política de seguridad, el mandatario mexicano actuó con ironía. Irónicamente, ese mismo Papa Francisco, a quien tanto reverencia, también navegaba pidiendo un cambio de rumbo en la lucha contra la violencia. Sin embargo, AMLO prefirió desacreditar a sus interlocutores en lugar de escuchar las inquietudes que ellos planteaban sobre un país que no puede vivir en miedo.
Las contradicciones son evidentes. Francisco es un líder espiritual carismático, con una visión humanista y una cercanía hacia los más desfavorecidos. Su discurso siempre tocó la necesidad de justicia y atención a los marginados. Sin embargo, prefirió no visitar Ayotzinapa y, en cambio, optó por acudir al Palacio Nacional, eligiendo un protocolo de neutralidad ante las víctimas.

México necesitaba, y aún necesita, voces internas y decididas. Francisco podría haber sido esa voz, pero lo hizo en la medida de lo posible. Cuando finalmente se pronunció sobre inmigración, violencia y el rol del pueblo mexicano, lo hizo desde el Vaticano, protegido por la distancia, como si le resultara incómodo abordar la realidad desde el lugar que le corresponde. Su discurso se creyó lejano y distante para un país que clama por voz y acción.
Hoy, mientras se le llora en muchas partes del mundo, también hay críticas desde México. Francisco fue, sin duda, un Papa histórico (el primero latinoamericano, el jesuita que transformó el tono del Vaticano, el hombre del pueblo), pero para un país herido, también fue el Papa de las ausencias incómodas.