Carlos Alberto Manzo Rodríguez fue parte de la quinta generación de la carrera de Ciencias Políticas y Gestión Pública en el ITESO. Éramos un grupo reducido de estudiantes, considerados inusuales en el turno vespertino, provenientes de diferentes lugares como Sinaloa, Michoacán, Guanajuato, Oaxaca y el Estado de México, todos reunidos en el edificio D del ITESO.
Manzo se unió al ITESO en el semestre de otoño de 2009, con un deseo casi ferviente: «Soy Carlos Alberto Manzo Rodríguez, de Uruapan, y seré presidente de México», recuerda Alberto Bayardo, el primer coordinador de la carrera.
Esta declaración sorprendió a sus compañeros, pero su intención, aunque algo ingenua, era genuina. Tenía gran determinación, aunque le faltaba experiencia técnica. «De manso no tengo nada», solía bromear con sus compañeros, quienes lo recuerdan discutiendo apasionadamente sobre política en lo que llamaban «las bancas del poder», un pequeño rincón entre la cafetería central y el edificio D.
«Emitía sus opiniones con la firmeza de alguien que sabe lo que quiere. Era una persona dedicada al servicio público, siempre alegre y optimista, con una sonrisa y una mirada amable. Su personalidad era intensa», escribió Sara Morales en su homenaje.
Sus amigos lo recordaban por su tenacidad tanto en el ámbito político como en los amores, siendo capaz de llevar serenatas con mariachis cuando lo necesitaba.
«Desde joven militó en el PRI y le interesaba más la práctica que la teoría. Participaba activamente en clase, siempre con ese espíritu del “deber ser”. Recuerdo que en ese tiempo, todos estaban en contra de Peña, pero él siempre defendía su posición. Tenía muchas convicciones y sería un honor ver su evolución. Era valiente y decidido; se necesita coraje para expresarse así, siendo consciente del riesgo», comenta Anna Lucía Aguilar, quien estudió junto a él en los primeros años de universidad.
Más que un priista, «se oponía fuertemente al PAN, consideraba su clase política como hipócrita y cínica. En esos tiempos, el PRI era la opción más viable para desplazar al PAN del gobierno», señala su amigo Edgar Joel. Recuerda a Manzo como alguien preocupado por su comunidad, lo que a veces generaba tensiones con otros compañeros. Jamás pensó que figuras de ese partido, como Felipe Calderón, utilizarían su imagen para obtener beneficios políticos.
En 2011, lo volví a encontrar en clases, donde yo era asistente en la asignatura de análisis político junto al profesor Joaquín Osorio, también excoordinador de la carrera. La formación en política y gestión pública lo había transformado. Alberto Bayardo menciona que cada visita a su pueblo reforzaba su deseo de ser político. Un día, apareció en clase con una guayabera de manta, huaraches y un morral, «orgulloso de sus raíces indígenas y preocupado por su gente», recuerda el excoordinador. Ese gesto, junto al sombrero que ya usaba, simbolizaba el camino que eligió en su vida: una política arraigada a su Uruapan.
Carlos logró destacarse entre sus compañeros y fue el encargado de dar el discurso final en su ceremonia de graduación, en junio de 2014.
«Tenía claro su destino; quizás no llegó a ser presidente de México porque le arrebataron la vida, pero sí logró serlo de su municipio. Estoy convencida de que, de haber vivido más, habría competido por la presidencia del país», reflexiona Anna Lucía.
En nuestra formación en Ciencias Políticas y Gestión Pública, hoy solo Gestión Pública, nos consideramos herederos de una tradición donde la política y su gestión servían para transformar lo público, mejorando la vida de las personas. «No ejercimos el poder por el poder mismo, sino con vocación de servicio», apunta Bayardo. «Formamos a personas capacitadas para lo público, dispuestas a hacer lo correcto», añade.
Nos enseñaron a ser creadores y pensadores, no meros administradores o mártires. El programa educativo evolucionó junto al país. Desde su creación en 2004, durante el gobierno de Fox, hasta la década de 2010, fuimos testigos de cómo la supuesta «transición democrática» se transformó en una guerra. La democracia mexicana se volvió una de las más sangrientas. Felipe Calderón designó a los criminales como «enemigos» y, con ello, promovió un enfoque bélico que ignoró las necesidades de la población. Esto empezó en Michoacán y, dieciséis años después del «michoacanazo» (2009), sigue siendo un lugar de violencia. Ahora, todo el país parece estar en llamas.
La política como herramienta de transformación se ha relegado, y la militarización promovida por los distintos gobiernos ha resultado en niveles alarmantes de inseguridad y violencia. Sabemos que hay un saldo de 91 asesinatos diarios en 2024, más de 350 mil víctimas en dos décadas y 125 mil desaparecidos. Personas comunes, obreros, estudiantes, periodistas y políticos, desaparecidos o asesinados en este contexto de violencia.
Estos veinte años coinciden con la historia de la carrera de Gestión Pública en el ITESO. Sin embargo, las instituciones actuales no parecen estar preparadas para enfrentar la dura realidad en México: una democracia meramente electoral, donde el diálogo parece anacrónico. La gobernanza se ve empañada por la corrupción y la manipulación. A pocos días de su muerte, el caso de Carlos se convirtió en un instrumento para alimentar narrativas vacías que ignoran las necesidades de seguridad y paz en la sociedad.
La impunidad es tan extendida que un adolescente de 17 años, reclutado por el Cártel Jalisco, logró viajar de Michoacán al centro histórico de Uruapan y asesinar a Carlos. Así, tanto sus sueños como los de Carlos quedaron truncos en esa plaza pública, acto que sella una vez más la falta de justicia. Se escucharon frases familiares: «se realizarán investigaciones» y «lamentamos su muerte», mientras la culpa se delegaba a las víctimas. Así, uno fue considerado osado, el otro perdido.
No quiero pensar que el asesinato de Manzo fue llevado a cabo con plena conciencia de su atacante, un joven al servicio del crimen. ¿Por qué no se aborda el reclutamiento forzado que empuja a miles a buscar una salida en el crimen, algo que Carlos investigó en Uruapan?
Con tantos factores en juego, muchos intentan presentar la identificación del agresor como un avance en justicia. Sin embargo, Carlos no fue asesinado solo por un sicario, sino por la impunidad que ampara a los cárteles en connivencia con el Estado. Esa complicidad es responsabilidad de las autoridades, especialmente las federales.
A nivel local, las fuerzas policiales están infiltradas por el crimen, los proyectos públicos controlados por carteles, y los presupuestos municipales son sujetos a extorsiones. Nadie rinde cuentas por esto.
No era responsabilidad de Carlos, como presidente municipal, erradicar el narco. Sin embargo, las instituciones no contaban con los recursos para atender las necesidades de los ciudadanos de Uruapan, a quienes tanto defendía.
Los lazos entre lo público y lo criminal se han difuminado tanto que, ante la ausencia del Estado, Carlos decidió gritar su verdad, consciente de los riesgos. Optó por ser un político que respondía a las necesidades de su comunidad en una era marcada por la construcción de marcas personales y la expansión en redes sociales. En un contexto político dominado por el miedo y la mediocridad, su valentía ha sido capturada por la derecha, que se adueña del capital político que él cultivó.
Carlos Manzo es ahora un político reconocido, cumpliendo su propia promesa, pero esa promesa queda suspendida en el desconcierto social. Por su juventud, por ser un político independiente, por ser padre de familia, por su elocuencia y su deseo de hacer lo correcto.
Sabía —porque lo vivió— que «el Amor (con A Mayúscula) es posible y actuaba en consecuencia». Así lo recordó el padre Alexander Zatyrka, S.J. durante la misa en su memoria: «si la semilla no cae en tierra y muere, no dará fruto. Ese es el testimonio que celebramos hoy en la memoria de nuestro hermano Carlos».