Queridos Hermanos, Paz y Bien.

Tras los desafíos del desierto y las pruebas de tentación, así como la montaña y la transfiguración, la liturgia de cada año nos coloca en el camino hacia la Pascua, invitándonos a aprovechar este tiempo de Cuaresma.

Los relatos sobre las tentaciones de Jesús son fundamentales y nos preparan para la complejidad de la Pascua, un tiempo que se muestra como un momento de victoria sobre la adversidad. Este episodio singular que hoy recordamos nos acerca nuevamente al misterio pascual.

Es fascinante considerar cómo Jesús, en su semblante resplandeciente, se presenta como alguien más grande que los profetas Moisés y Elías, sugiriendo que su destino es superior al de ambos. Este relato profundo nos invita a reflexionar sobre su significado para nuestras vidas.

Entender que para seguir el camino de fe es necesario atravesar pruebas es crucial. Dios nos ofrece un paraíso lleno de promesas que son gratuitas y siempre disponibles. Sin embargo, algunos pueden resistir a aceptar este amor incondicional, prefiriendo apegarse a normas y rituales. El apóstol Pablo ya había advertido sobre esos “enemigos de la cruz de Cristo”.

Para ser verdaderos amigos de la cruz, se requiere hacer sacrificios y renuncias. Mortificarse en este contexto puede interpretarse como una forma de morir a uno mismo, algo que muchos tememos, ya que anhelamos vivir. Sin embargo, la verdadera vida, la que se encuentra en libertad, es aquella que se vive en y con Cristo. Debemos renunciar a lo que no nos da vida, siguiendo siempre el camino que Él nos marca.

Los discípulos que acompañan a Jesús en la montaña viven diversas experiencias; desde momentos de somnolencia hasta de deslumbramiento. Estas vivencias pueden reflejar nuestros propios estados espirituales. Debemos ser conscientes de que al subir a la montaña de la oración, podemos encontrar la luz que nos transforma.

La ausencia de resultados inmediatos puede frustrar a muchos que solo buscan disfrutar de la vida. Sin embargo, el verdadero gozo de la fe no está en contradecir nuestra vida cristiana. La clave radica en discernir lo que realmente es beneficioso para nosotros y lo que nos puede perjudicar. Debemos reconocer que no estamos solos en este camino; la fe y la esperanza son nuestras guías, especialmente en este año jubilar que nos invita a ser “peregrinos de la esperanza”. La mirada debe estar siempre en la resurrección que nos promete un futuro bueno y lleno de gloria.

Por eso, cada domingo nos reunimos para celebrar la Eucaristía, núcleo de nuestra vida cristiana. La experiencia de la transfiguración nos recuerda que debemos escuchar y seguir la voz de Dios en nuestras vidas. Al salir de nuestra comunidad parroquial, estamos llamados a anunciar lo que nuestra fe nos ha revelado: aquel que entrega su vida por amor entra en la gloria de Dios.

Vuestro Hermano en la fe,
Alejandro Calvajo, CMF

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